A MI MANERA

sábado, 30 de julio de 2011

Viaje a la Isla do Marajó y Belem do Pará, Brasil



El motivo del viaje a la Isla de Marajó fue asistir, como ponente, al Taller de Trabajo “Interacciones Sociedad Medio Ambiente en Ecosistemas Sudamericanos”, en el marco de las 2as Jornadas Amazónicas. El viaje se inició en Maiquetía el viernes 11 de junio con un vuelo rumbo a Bogotá (Colombia). Aterrizar en Bogotá siempre es hermoso, pues se ve el altiplano con sus verdes de ensueño, sus cerros, los lagos de resonancias míticas, las plantaciones de flores, los establos que circundan la bella capital colombiana. Uno de mis esperanzas es conocer algún día detenidamente Santa Fe de Bogotá. La espera en el aeropuerto de Bogotá fue muy larga, desde la 1:35 p.m. hasta las 9:30 p.m. Ocupé el tiempo en revisar librerías, almorzar un delicioso ajiaco santafereño y trabajar en un artículo pendiente sobre “Nichos lingüísticos”.


En el Aeropuerto estaban otros colegas colombianos, profesores de la Pontificia Universidad Javeriana, que iban también al Congreso: el Prof. Luis Guillermo Baptiste (a quien ya había conocido en Madrid en noviembre de 1997, en el Congreso sobre Biodiversidad y Conocimientos Tradicionales) y el Prof. Daniel Castillo. También había dos estudiantes de la Javeriana: Alejandro Vega y Vieira, de la carrera de Ecología. Juntos hicimos el viaje a Manaus (Brasil), allí me tocó esperar cuatro horas más y cinco a los colombianos.


Llegamos a Belem do Pará a las 8:00 a.m. En el aeropuerto nos esperaba Jean François Tourrand (uno de los principales organizadores del evento junto con Doris Villamizar Sayago) y un asistente. Este último nos acompañó al Hotel Sagres, donde nos hospedamos. Desayunamos y fuimos a descansar. A las 11 salí con los colombianos al mercado de Vero Peso, a orillas de un afluente del Amazonas. El mercado es de un gran colorido, como toda la ciudad de Belem. Fuimos al mercado de artesanías donde compré unas figuritas de balatá para el nacimiento (un buey, una raya y un manatí). Almorzamos pescado y yucuta (agua con mañoco) de açaí (una fruta amazónica, de color achocolatado muy rica en hierro, otros minerales y vitamina c). También vendían muchos productos mágicos y afrodisíacos (viagras naturales, según rezaban las etiquetas). Me llamó la atención que vendieran caballitos de mar (buenos para el asma) y estrellas de mar.


Luego fuimos por las calles de la zona contigua al puerto. Había muchos buhoneros. En Brasil era el día de la amistad y de los enamorados.
Con Alejandro Vega visité el Fuerte del Pesebre, un fortín construido en varias etapas desde el siglo XVIII, y un pequeño museo anexo. Luego visitamos el famoso Museo Paraense Emilio Goeldi. El taxista primero nos llevó al zoológico y jardín botánico (donde efectivamente era la sede del museo). Ante mi sorpresa (la ignorancia es atrevida) nos llevó luego al Campo de Pesquisa, por lo cual atravesamos por unas barriadas muy pobres. Del Campo de Pesquisas regresamos al zoológico, que incluía un jardín botánico, un acuario y el museo temporalmente cerrado por reparaciones. Allí vimos especies amazónicas (tapires, jaguares, boas, yakarés o caimanes, peces, tortugas, etc.). Entre los animales que más me llamaron la atención destacan el manatí (pues nunca había visto esta especie), la siempre fea tortuga mata-mata (que había visto en el zoológico de Barcelona, España, en 1981) y los picures que deambulaban libremente por los jardines.


Luego fuimos a una Casa de la Cultura donde había una exposición de orquídeas. Esta casa era un antiguo Palacio o casa del esplendor del caucho. Belem es una ciudad de casi dos millones de habitantes, fundada en 1616, calurosa y húmeda, aunque no tanto como Manaus. Hay casas muy vistosas de finales del siglo XIX y principios del XX, son los palacios de los barones del caucho, como en Manaus.
Cenamos en el hotel y a la mañana siguiente, domingo 13 de junio (Día de San Antonio), salimos para la Isla de Marajó. Navegamos en una embarcación de dos pisos, semejante a una chalana o ferry. El recorrido duró unas tres horas y media, aproximadamente.


El Amazonas es un gran río. Parece que uno estuviera en el mar, realmente, excepto por las islas y manglares que de tanto en tanto se ven. Recuerda mucho el Delta del Orinoco, aunque por supuesto el Amazonas es mucho más amplio. Disfruté considerablemente este viaje hasta la Isla de Marajó. En la isla vivió entre 300 y 1400 dC un pueblo que fabricaba cerámicas polícromas muy caracterizadas. Se le conoce como Civilización marajoará y es uno de los más importantes grupos precolombinos de las tierras bajas de América del Sur. Sin embargo, ya habían desaparecido o transfigurado cuando llegaron los conquistadores ibero-lusitanos.
La Isla incluye zonas muy húmedas que recuerdan los alrededores de Tucupita (estado delta Amacuro) y sabanas amazónicas (como en el norte del estado Bolívar y nor-oeste del estado Amazonas). Incluso algunas casas de barro me recordaban las casas del municipio Cedeño del estado Bolívar, en los alrededores de Caicara del Orinoco, que con tanta emoción y devoción por aquellos mundos conocí en marzo de 1975.


En la Isla de Marajó nos alojamos en la Pousada dos Guarás (garzas rojas). Es un hotel muy hermoso frente a la playa del Amazonas: cabañas en medio de un campo de grama con palmeras amazónicas y cocoteros. El agua del río es ligeramente salobre (lo es más en verano). La marea sube y baja cada seis horas. Hay muchos zamuros, por que en las playas del Amazonas se encuentran restos de pescados en gran cantidad. Unos son restos dejados por pescadores, otros cadáveres de peces marinos que se quedan atrapados en la entrada del invierno al bajar una mayor cantidad de agua dulce.
En el hotel había un garzón soldado, ya viejo y algo deforme; unos loros verdes y uno amarillos; y un tucán muy atrevido que iba a las mesas a comer de los platos de los huéspedes. Incluso metía el largo pico en los vasos. Al principio era muy simpático, pero luego se tornaba fastidioso soportar los caprichos del pajarraco.
El evento comenzó el domingo 13 de junio por la tarde. En el evento había personas de 14 países: sudamericanos: Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, Uruguay y Venezuela; europeos: Bélgica, España, Francia, Portugal y Suiza.
El martes por la tarde fui a Salvaterra, que es una de las ciudades de la Isla de Marajó. Es un bello pequeño pueblo de costa, caluroso, con aire macondiano. Paseé por sus amplias calles, esperando que fueran las tres de la tarde para que abrieran la farmacia. Me acerqué al muelle y hacia Soure (la ciudad más grande de Marajó). Estando en el muelle se me acercó un niño de 13 años que pedía dinero para reparar su bicicleta. Se quedó conmigo un buen rato. Después me fui caminando al hotel y me recogió un chofer de apoyo al evento.


El miércoles fui con todo el grupo a Cachoeira do Ariri, una ciudad o pueblo que dista como hora y media, por carretera de tierra, de Salvaterra. Hay que tomar una chalana para atravesar un río. La gente se baja entonces del ómnibus y éste se mete de retroceso para salir luego de frente. Llovía mucho esa tarde. El paisaje era muy parecido a las sabanas amazónicas y a los bajos llanos de Venezuela. Hay mucho ganado bufalino. En Cachoeira do Ariri visitamos el Museo Marajoará, un museo de costumbres de Marajó que hizo Giovanni Gallo (1927-2003), un sacerdote italiano que fue párroco de Cachoeira durante muchos años. El museo es muy simpático. Hay tabiques con pestañas de madera con preguntas, al levantarse se lee el texto con la respuesta; así como ruedas que al girarse muestran diversos textos y fotos. El museo tiene piezas precolombinas de la cultura marajoará, coloniales, imperiales y republicanas; animales disecados que causaron sorpresa en Marajó (como un becerro con dos cabezas y dos corazones, estos últimos conservados en formol) y el feto de un becerro momificado en el vientre de la vaca (becerros muertos en el vientre donde se momifican, pues la vaca no llega a expulsarlos aunque queda luego estéril). También hay fotos de un dentista paulista que fue comido por una enorme boa y de un hombre de Marajó que cayó al río y fue devorado (la cara, el cuello y parte del pecho) por los caribes o pirañas. Hay imágenes religiosas, objetos de la vida cotidiana, muñecos, etc. El museo está hecho con un criterio de valoración positiva de la cultura marajoará y de los habitantes de la región (indios, negros, mulatos, blancos, campesinos, etc.).


El jueves en la mañana había un minicurso de modelaje y simulación ambiental, más orientado a geógrafos, biólogos y ecólogos. Esto me permitió escaparme del evento para ir a Soure. Disfruté mucho allí. Es un pueblo muy pintoresco. Compré algunos recuerditos. Visité un taller de cerámica, que reproduce objetos de la antigua cultura marajoará y otros diseños novedosos. Logran un efecto de cerámica vidriada con un polvillo blanco frotado con diente de báquiro. El artista y dueño del taller se llama Carlos Amaral. Allí lo ayudan varias personas y su esposa, que es la encargada de atender a los visitantes. Compré varios recuerdos, entre ellos una máscara de búfalo. Visité una iglesia, sede de una Prelatura, cuyo primer prelado fue un fraile español, que se retiró en 1964. En esa iglesia vi la imagen de la Virgen de las Cabezas (que es una Virgen con el Niño Jesús cargado y una cabeza en la otra mano, sobre un grupo de ángeles). Soure está separada de Salvaterra por un brazo del río. Hay que tomar una lancha (barquinho) o una chalana (balsa) para ir allá.


El jueves por la noche volví a Salvaterra caminando por la playa, que es una experiencia muy hermosa y fácil de hacer, entre otras razones, por la seguridad que hay allí en la Isla. En el camino de ida me encontré con unos chicos españoles que participaban en el evento y estaban residenciados en una posada en Salvaterra y conversamos largo rato.


Varias veces me bañé en la playa del Amazonas, más cerca de Salvaterra que en la playa del hotel. Así pude conversar en mi portuñol (mezcla de portugués y español) con pescadores y vecinos del pueblo.


El viernes concluyó el evento y regresamos a Belem do Pará por la tarde, en medio de una gran lluvia que dotaba de belleza especial al Amazonas y que me hizo recordar una tormenta similar en agosto de 1976 en el Orinoco, entre Caicara del Orinoco y Cabruta, que obligó a la chalana donde viajábamos mi papá y a mi hermano Raúl a orillarse mientras pasaba aquel chubasco. Mi corazón ficaba (quedaba) en la Isla de Marajó. El sábado me dediqué a recorrer la ciudad de Belem. Visité de nuevo el mercado de Vero Peso, el museo del Cirio dedicado al culto a Nuestra Señora de Nazaré (Patrona de la Ciudad), el cual cumplió 200 años en 2001. Visité también el museo Sacro, que está en al sede de lo que fue un convento jesuita, expropiado en 1759 tras la expulsión de la Compañía de Jesús de los dominios portugueses. Tiene hermosas imágenes. Me gustaron en especial las del Niño Jesús, las de san Antonio y las de santa Ana (particularmente, las de santa Ana Maestra, quizá porque me recordaban la hermosa estatua de tanta significación familiar de la Abuela del Niño Jesús enseñando a su hija a leer que está en el Altar Mayor de la capilla de María Auxiliadora de Güiripa).

Visité la Casa del Gobernador, construida en la segunda mitad del siglo XVIII, y que es un hermoso palacio ligeramente reconstruido entre finales del siglo XIX y principios del XX (durante la época del caucho), por lo que tiene hermosos vitrales art decó. Fui también a la Catedral de Nuestra Señora de Belén, que es el título de la ciudad. Una imponente iglesia con su coro junto al altar. En una plaza frente a la Catedral hay una hermosa estatua del primer obispo de Belem, con mitra, capa pluvial y báculo (de excelentes detalles), erigido a finales del siglo XIX cuando el esplendor de la borracha o caucho. Además caminé por la ciudad vieja, llena de hermosos edificios –muchos de ellos recubiertos de azulejos- de la época del caucho. Fui, finalmente, a la Plaza de la República, con sus glorietas o cenadores y estatuas.


Belem es una ciudad muy hermosa. Tuvo momentos de esplendor en la colonia y durante la época de la explotación del caucho; pero que ahora parecería vivir una nueva época de bonanza económica. Me gustaría mucho volver a esta ciudad y recorrerla con menos prisa. Como en Marajó, también mi corazón se queda en Belem.
El viaje concluyó con un largo vuelo de Belem a Río de Janeiro, de allí a São Paulo, con una prolongada escala en esta ciudad, la más grande de América del Sur (18.000.000 de habitantes) y segunda de todo el continente después de Ciudad de México. Era invierno en el hemisferio sur y hacía cerca de 14 grados. De São Paulo a Bogotá y de Bogotá a Maiquetía, adonde no llegaron esa noche mis maletas. Parece que las habían mandado directamente de São Paulo. Violentaron el candado de una de ellas (comprada en Ecuador en 1998) y me robaron 2 kilos, entre chocolates brasileños y algunos regalitos más.


En Belem como en Marajó y todo Brasil se celebraban las fiestas juninas (que incluyen las festividades de San Antonio el día 13, San Juan el día 24 y San Pedro el día 29), más el solsticio hiemal. En Belem había diversos actos, entre ellos cuadrillas del Buey, un baile folclórico parecido a la Burriquita de Venezuela.
Brasil es un país megadiverso no sólo en lo biológico, sino también en lo social, cultural y gastronómico. En Marajó y Belem comí mucha tapioca (almidón de yuca) con leche y en forma de casabe relleno de coco rallado, farofa (mañoco o fariña con diversos ingredientes), copuazú, açaí y otras frutas amazónicas todas muy apetitosas. Estaba de moda el jugo de acerola, rico en vitamina c. En Marajó se comían muchos productos bufalinos (leche, quesos y carne). La carne de búfalo me pareció un poco dura, aunque según se dice tiene menos colesterol que la del ganado vacuno por su mayor cantidad de fibra. En Pará se usa mucho el coco para preparar tanto dulces como platillos salados (por ejemplo, pescados en coco). En Belem se toma mucha agua de coco, que venden por las calles.


En Pará, sin embargo, aunque se advierte el legado indígena (en nombres, historia, usos, costumbres, fenotipos, etc.) no se percibe presencia indígena inmediata. Es el resultado de tantos siglos de colonización y transfiguración étnica. Sentí a los brasileños entusiasmados y contentos frente al futuro, en contraste con el sentimiento de cansancio y hastío de los venezolanos.

Horacio Biord Castillo, Venezuela

MARAJÓ







Las aguas del río desnudan la tierra
y bajan enamorando árboles y flores
El río tiembla en sus abrazos y bosteza
Es un viejo caimán que resuella entre la bora
Las garzas dibujan las nubes
y los pericos regalan su algarabía



En la isla los hombres se afanan
y modelan con barro sus sueños
El mar ofrece brisa y una ilusión salobre en los platos
La isla tiembla entre las aguas
y la cerámica enseña sus formas al cielo
Las manos se llenan de arcilla
y tocan la tierra como dioses
recreando el mundo
soplando aires de palmeras



A lo lejos graves botutos convocan bailes de máscaras
Una anciana cavila y huele los mensajes del viento
La lluvia tarda aunque al poniente amenazan rayos



La tarde se hace noche y el río mar
Las doncellas suspiran y obesas sirenas escriben en el agua
largas historias que parecen poemas
Los tapires vuelan y los colibríes, pesados, cavan las barrancas



Sedosos los senos
brillantes los ojos
profundo el ombligo
la figura sabe todos los cuentos

lunes, 13 de junio de 2011

AVENTURA EN UN BAÑO DE CABALLEROS





El baño, cuando entré, estaba vacío. Mientras orinaba, sosegado por ese sentimiento de soledad que me reconfortaba, vi aparecer, no sé cómo ni de dónde, a un hombre atildado, de edad incierta. Sentí que se fijaba en mí pero no sabía cómo abordarme. Estaba un poco nervioso y salió de prisa del retrete, separado por tabiques, al que había entrado. Ya frente al espejo, cuando me lavaba las manos, me dirigió una mirada intensa, con unos ojos algo enrojecidos aunque un tanto apagados, que me pareció conocida y me motivó a saludarlo y a mantener un breve diálogo que se prolongó más allá de la puerta. Movido quizá por un gesto de caballerosidad o para mitigar lo embarazoso del encuentro, me invitó a tomar un café. Así iniciamos una agradable plática; al principio sobre lugares comunes, como la ciudad y los cada día mayores retos del tránsito. Luego abordamos lo que recordábamos o incluso imaginábamos que había podido ser la más tranquila y pequeña urbe de las décadas anteriores, cuando los tráfagos y apuros citadinos eran significativamente menores y no tan agobiantes como en la actualidad. De allí pasamos quizá a citar emplazamientos de lugares emblemáticos, autores, costumbres y usos que quizá estaban muy lejos de nuestras propias vivencias, más tal vez de las de él que de las mías, a juzgar por la apariencia de su edad, bastante difícil de poder atribuírsela, pero que al principio imaginé menor que la mía. Sin embargo, la memoria familiar y el gusto por los libros y papeles de antaño podían suplir la falta de protagonismo directo. La charla, como un espiral, se fue tornando cada vez más grata. Él era, indubitablemente, un sujeto de conversación subyugadora y fascinante. Quizá terminó de conquistarme con sus recuerdos de viajes, reales o imaginarios, ya no sé, a zonas remotas pobladas por indígenas. Terminamos almorzando juntos y una anécdota curiosa que nos hizo reír mucho fue que casi al unísono rechazáramos la oferta de pan con ajo que como entrada nos ofreció, gentil, el mesero. Este insignificante hecho nos preparó para una mayor camaradería. Durante la sobremesa, me sugirió que tomáramos una copa en su casa para celebrar el encuentro. No pude o no quise, quizá, negarme a este convite, tan inesperado como tentador.

La casa estaba situada a las afueras de la ciudad, en un hermoso barrio residencial. Nos fuimos en mi auto, pues él no había llevado el suyo, según me dijo, y en el camino la charla siguió tan entretenida como al principio. Ya en su hogar, elegante y bien arreglado, se esmeró para que me sintiera cómodo. Me fue mostrando las muchas curiosidades que lo acompañaban: hermosas obras de arte, recuerdos de viajes a sitios remotos y exóticos, muñecas vestidas a la usanza de esos lugares, antigüedades heredadas en gran parte de su familia, una extensa colección de sellos en la que sobresalía el tema de los castillos. Este ambiente nos llevó a recordar nuestros gustos afines y a evocar quizá lecturas o incluso lo que percibíamos como viejas vivencias. Tenía una biblioteca repleta de volúmenes antiguos, encuadernados en cuero, la mayoría con los datos grabados en oro sobre el lomo. También atesoraba mapas muy antiguos, algunos enmarcados y colocados en las paredes del estudio, contiguo a la biblioteca. Los más estaban guardados en rollos o en un enorme mueble de madera con gavetas dispuestas para conservarlos. Al mostrármelos, me impresionó su erudición cartográfica, salpicada de detalles precisos sobre los contornos y realidades que mostraban los mapas. Ese exquisito modo suyo de describirme los datos y de narrarme posibles acontecimientos me distrajo y deleitó sobremanera. Lo escuchaba con atención y creía revivir, en sus palabras, historias ajenas o viajar y posar mi mirada sobre tantos sitios que tal vez sólo existieran en desconocidas novelas de caballería. Tal era su poder evocativo.

Una historia, entre las demás, me cautivó. Me enseñó unas cartas antiguas de una localidad donde había una curiosa ermita, cuyos nombres, sin embargo, no pude memorizar. Pronto dejó el mapa y me habló de unos perros que asolaron hacía muchos siglos aquellas comarcas y que estaban representados como gárgolas, imagino, en las paredes exteriores del templo. Ese relato me hizo recordar un sueño recurrente que había tenido durante semanas. Eran perros con caras extrañas que descendían volando del techo de una iglesia y me perseguían, mordisqueándome con saña. Le comenté este sueño que lo interpretaba como una difícil situación que vivíamos en mi familia por el reparto de una herencia, no muy cuantiosa pero apetecible. Sentía que mis parientes dejaban su fidelidad a los lazos de sangre y se transformaban en seres depredadores movidos por la avidez. No les importaba atropellar a sus seres queridos.

Él esbozó una sonrisa ante mi confidencia y, en un tono que sonaba triste aunque lejano, como el sonido de una quena, me dijo que podía entenderme. Era el duodécimo hijo de una larga familia. Sus hermanos mayores eran todos varones y luego le seguían varias hembras. Especialmente éstas, que habían sido su adoración y sus compañeras debido a la cercanía de edad, se mostraron muy violentas tras la muerte del padre y el reparto de la herencia. La madre, creí entenderle, había muerto tras el último parto. En el caso de su familia, la herencia parecía haber sido generosas, rica en propiedades y objetos de valor, como lo atestiguaban sus propias pertenencias, esas maravillosas obras de arte que engalanaban la casa, acaso los libros de la biblioteca. Mi sueño parecía expresar una situación similar y, como en el caso del pan con ajo, volvimos a sonreír y, para decirlo de alguna manera, celebramos la coincidencia con un pastel de pera y miel y un vaso de vino dulce que sirvió en la terraza y que alargó la conversación, tornándola aún más grata.
Hablamos de nuestros gustos, de la forma como preferíamos disfrutar, de esas extrañas coincidencias, aparentemente anodinas, que llenan de significado nuestras vidas y las cruzan con otras muchas a lo largo de los años, tejiendo redes perdurables y casi indestructibles de afectos. Quizá la conversación se fue por los derroteros de la evocación de familiares ya fallecidos o de personas que habían dejado huellas en nosotros. Pero no fue, como podría suponerse, una mera conversación funeraria. Más bien estaba llena de gozo, porque la rememoración de cada persona nos traía de nuevo no sólo sus cualidades y gestos sino también las circunstancias de su vida. A ratos tuve la sensación de que escribíamos una larga novela consistente en la presentación de una galería de personajes cuyos retratos colgaban de un suntuoso museo, identificados con un solo nombre o algún atributo, como “Don Diego Martínez de la Sota. Cuarto Marqués de Torre Alba” o “Luis Blumer. Pintor”. No sé si inventábamos sus vidas o si recordábamos selectivamente aspectos y asuntos que nos hubiera gustado vivir o revivir, según el caso. Creo que mis biografías eran ligeras y sencillas, pero las de mi amable anfitrión resultaban en extremo elaboradas, minuciosas y sugerentes. Dudé si hablaba con un simple hombre de gran sensibilidad o con un experto en genealogía e historia social. También noté en él una facilidad poco común para los idiomas, quizá producto de un excelente oído musical. Me deleitaron las pronunciaciones que hacía, sin afectación aparente, de ciudades, apellidos y países extranjeros. Sin darnos cuenta la tarde fue cayendo y casi oscurecía. Sentí que era hora de marcharme y, a pesar de sus ruegos para que me quedase un rato más, o tomara otra copa o un café, me resolví a dejar a aquel hombre tan amable y aquella casa tan acogedora. Su jardín me había deleitado, en especial esa diversidad de matices y formas que creaban tantas plantas, árboles y flores, éstas últimas en gran variedad, tanto que parecían un catálogo. Eché de menos que no hubiera allí rosas y se lo hice saber a su dueño. Él sonrió y dijo algo, como un juego de palabras, que aludía a su repulsión por las espinas. Esto nos sirvió para alargar un poco más la charla y revisar otras especies carentes de las molestas excrecencias puntiagudas.
El inesperado encuentro y el haber compartido tanto aquel día, el café, el almuerzo, la merienda, la velada en su casa, nos unieron hondamente. Le di un fuerte apretón de manos: Las mías, sin esa intención inicial, intentaron calentar las suyas ya frías por la excesiva exposición al relente del jardín. Creo que se conmovió mucho y me dio un largo y fuerte abrazo, como manifestándome una vez más esa intensa sensación de profundidad temporal que parecía unirnos. No por turbación sino debido a una ligera sensación de calambre, apuré aquella sincera revelación de afecto. Su cabeza se detuvo brevemente en mi hombro y creo que se enjugó con disimulo una lágrima que ni siquiera me atreví a comentar. Dos días más tarde mi hijo, preguntándome su causa, me hizo notar dos pequeñas cicatrices, que como extraños rasguños tenía en mi cuello.

Horacio Biord Castillo
(mayo, 2011)

domingo, 12 de junio de 2011

FE DE VIDA




Toma una sonrisa, regálala a quien nunca la ha tenido.
Toma un rayo de sol, hazlo volar allá en donde reina la noche.
Descubre una fuente, haz bañar a quien vive en el barro.
Toma una lágrima, ponla en el rostro de quien nunca ha llorado.
Toma la Valentía, ponla en el ánimo de quien no sabe luchar.
Descubre la Vida, nárrala a quien no sabe entenderla.
Toma la Esperanza y vive en su Luz.
Toma la Bondad y dónala a quien no sabe donar.
Descubre el Amor y hazlo conocer al mundo.


Mahatma Gandhi

domingo, 5 de junio de 2011

LOS TEPUYES SON ÁRBOLES QUE BROTAN





LOS TEPUYES SON ÁRBOLES QUE BROTAN
silenciosos entre nubes
y flotan junto a las estrellas
como gigantes luciérnagas
que asoman sus cabezas misteriosas
entre los brazos de la niebla

Tienen venas como ríos
que descienden sus aguas encarnadas
entre piedras que simulan
corrugadas cortezas de antiguos troncos
elevados a predios de frutos bendecidos

Custodian en sus entrañas
los rostros anhelantes
de quienes cantaron los cielos
antes del diluvio
y ahora aguardan
soñadores
el nuevo amanecer
Extrañas criaturas arriba ofrecen al sol
que reverdece los musgos
de la antigua heredad del mundo
entre lluvias y cantos portentosos de viento
que talla animales de todas las eras
y ciudades imposibles
sobre la dura piel de negrísimas lajas

Templos de la vida, no la impiden
la acurrucan en sus brazos
la crean y recrean incesante
flores con hambre de insectos,
lagartos pedruscos
y gigantes que ya no caminan
pero en silencio observan
el tiempo que cuentan en largos milenios
de húmedas caricias

Morada de dioses,
fluyen como semen fuerzas esenciales
que nombran el cielo con sus miradas
y la tierra con suspiros

Los tepuyes son casas perennes
y allí habitan imperturbables
los dueños creadores
de la espuma y el raudal,
del ave que cura con su vuelo,
del jaguar que partea la aurora
y la serpiente que lo da todo
y todo lo quita

Cielo abajo, tierra arriba,
se casan con el viento
y preñan de tempestad la noche
Tierra arriba, cielo abajo,
se casan con las nubes
y llenan como vientre púber
los ríos de la sabana
y los caños en zigzag de la selva

Cielo arriba, tierra abajo,
inundan sus pies de barro
y labran bancos con patas de mono
y anchas aletas de águila

Los tepuyes son los huesos de la tierra
que afloran como volcanes
y se aficionan curiosos al rocío

Son abuelos de las cascadas
y su voz la repiten los saltos
como si fueran mitos de origen

Los tepuyes se dan la mano
y se abrazan la cintura para el baile
Sobre sus hombros brilla el lunar
de quien creó galaxias y herbazales
Los tepuyes son un canto lisonjero
al camino que fue y nos trajo


(abril, 2011)

lunes, 30 de mayo de 2011

DEL "QUADERNO DE MERIDA"



NO HAY RUINAS NI MARCAS EN MI PIEL
sino los ventisqueros que me transmites
como luz quye se descuelga de las montañas

Te llevo como río que transgrede
como isla que apre4sa
como voz que incesante convoca

La noche abre tu sueño y tu arrecife entra descalza y anida en mis ojos
Tu espalda acurruca madrugadas y mi grito se oxida
Ululante bestia me haces viento que sigue tu rastro en la neblina

(a jlzl, p. 122)



LLEVO TUY SANGRE EN MI HERIDA
y el dolor de tus ilusiones en mi diario
y la piel absoluta de tu abrazo en la brisa mínima de la alcoba
y mi cuerpo en la carpa pasajera del tuyo.

Nada se detiene en mi sueño
y en mi espalda como tatuaje siempre vives
caminando por las calles y zanjones
que te preceden y te elevan.

Tus vidas se proyectan en el espejo
como simples muñecos de colección
rompiendo las cloacas que se acumulan
con la fuerza portentosa de la tierra
que tu mano proclama como mies.


a la memoria de Gerardo Reinoza Contreras
(p. 95)


Ver:
QUADERNO DE MERIDA 2011, colección académicos actuales, Caracas, Venezuela

REFLEXION



Sé firme en tus actitudes y perseverante en tu ideal.
Pero sé paciente, no pretendiendo que todo te llegue de inmediato.

Haz tiempo para todo, y todo lo que es tuyo, vendrá a tus manos en el momento oportuno.

Aprende a esperar el momento exacto para recibir los beneficios que reclamas.
Espera con paciencia a que maduren los frutos para poder apreciar debidamente su dulzura.

No seas esclavo del pasado y los recuerdos tristes.
No revuelvas una herida que está cicatrizada.
No rememores dolores y sufrimientos antiguos.

¡Lo que pasó, pasó!
De ahora en adelante procura construir una vida nueva, dirigida hacia lo alto y camina hacia delante, sin mirar hacia atrás.

Haz como el sol que nace cada día, sin acordarse de la noche que pasó.
Sólo contempla la meta y no veas que tan difícil es alcanzarla.
No te detengas en lo malo que has hecho; camina en lo bueno que puedes hacer.
No te culpes por lo que hiciste, más bien decídete a cambiar.
No trates que otros cambien; sé tú el responsable de tu propia vida y trata de cambiar tú.

Deja que el amor te toque y no te defiendas de él.

Vive cada día, aprovecha el pasado para bien y deja que el futuro llegue a su tiempo.
No sufras por lo que viene, recuerda que “cada día tiene su propio afán”.

Busca a alguien con quien compartir tus luchas hacia la libertad; una persona que te entienda, te apoye y te acompañe en ella.

Si tu felicidad y tu vida dependen de otra persona, despréndete de ella y ámala, sin pedirle nada a cambio.

Aprende a mirarte con amor y respeto, piensa en ti como en algo precioso.
Desparrama en todas partes la alegría que hay dentro de ti.
Que tu alegría sea contagiosa y viva para expulsar la tristeza de todos los que te rodean.

La alegría es un rayo de luz que debe permanecer siempre encendido, iluminando todos nuestros actos y sirviendo de guía a todos los que se acercan a nosotros.
Si en tu interior hay luz y dejas abiertas las ventanas de tu alma, por medio de la alegría, todos los que pasan por la calle en tinieblas, serán iluminados por tu luz.
Trabajo es sinónimo de nobleza.

No desprecies el trabajo que te toca realizar en la vida.
El trabajo ennoblece a aquellos que lo realizan con entusiasmo y amor.
No existen trabajos humildes.
Sólo se distinguen por ser bien o mal realizados.
Da valor a tu trabajo, cumpliéndolo con amor y cariño y así te valorarás a ti mismo.

Dios nos ha creado para realizar un sueño.
Vivamos por él, intentemos alcanzarlo.
Pongamos la vida en ello y si nos damos cuenta de que no podemos, quizás entonces necesitemos hacer un alto en el camino y experimentar un cambio radical en nuestras vidas.

Así, con otro aspecto, con otras posibilidades y con la gracia de Dios, lo haremos.
No te des por vencido, piensa que si Dios te ha dado la vida, es porque sabe que tú puedes con ella.

El éxito en la vida no se mide por lo que has logrado, sino por los obstáculos que has tenido que enfrentar en el camino.

Tú y sólo tú escoges la manera en que vas a afectar el corazón de otros y esas decisiones son de lo que se trata la vida.
“Que este día sea el mejor de tu vida”.

MAHATMA GANDHI


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