A MI MANERA

sábado, 30 de julio de 2011

Viaje a la Isla do Marajó y Belem do Pará, Brasil



El motivo del viaje a la Isla de Marajó fue asistir, como ponente, al Taller de Trabajo “Interacciones Sociedad Medio Ambiente en Ecosistemas Sudamericanos”, en el marco de las 2as Jornadas Amazónicas. El viaje se inició en Maiquetía el viernes 11 de junio con un vuelo rumbo a Bogotá (Colombia). Aterrizar en Bogotá siempre es hermoso, pues se ve el altiplano con sus verdes de ensueño, sus cerros, los lagos de resonancias míticas, las plantaciones de flores, los establos que circundan la bella capital colombiana. Uno de mis esperanzas es conocer algún día detenidamente Santa Fe de Bogotá. La espera en el aeropuerto de Bogotá fue muy larga, desde la 1:35 p.m. hasta las 9:30 p.m. Ocupé el tiempo en revisar librerías, almorzar un delicioso ajiaco santafereño y trabajar en un artículo pendiente sobre “Nichos lingüísticos”.


En el Aeropuerto estaban otros colegas colombianos, profesores de la Pontificia Universidad Javeriana, que iban también al Congreso: el Prof. Luis Guillermo Baptiste (a quien ya había conocido en Madrid en noviembre de 1997, en el Congreso sobre Biodiversidad y Conocimientos Tradicionales) y el Prof. Daniel Castillo. También había dos estudiantes de la Javeriana: Alejandro Vega y Vieira, de la carrera de Ecología. Juntos hicimos el viaje a Manaus (Brasil), allí me tocó esperar cuatro horas más y cinco a los colombianos.


Llegamos a Belem do Pará a las 8:00 a.m. En el aeropuerto nos esperaba Jean François Tourrand (uno de los principales organizadores del evento junto con Doris Villamizar Sayago) y un asistente. Este último nos acompañó al Hotel Sagres, donde nos hospedamos. Desayunamos y fuimos a descansar. A las 11 salí con los colombianos al mercado de Vero Peso, a orillas de un afluente del Amazonas. El mercado es de un gran colorido, como toda la ciudad de Belem. Fuimos al mercado de artesanías donde compré unas figuritas de balatá para el nacimiento (un buey, una raya y un manatí). Almorzamos pescado y yucuta (agua con mañoco) de açaí (una fruta amazónica, de color achocolatado muy rica en hierro, otros minerales y vitamina c). También vendían muchos productos mágicos y afrodisíacos (viagras naturales, según rezaban las etiquetas). Me llamó la atención que vendieran caballitos de mar (buenos para el asma) y estrellas de mar.


Luego fuimos por las calles de la zona contigua al puerto. Había muchos buhoneros. En Brasil era el día de la amistad y de los enamorados.
Con Alejandro Vega visité el Fuerte del Pesebre, un fortín construido en varias etapas desde el siglo XVIII, y un pequeño museo anexo. Luego visitamos el famoso Museo Paraense Emilio Goeldi. El taxista primero nos llevó al zoológico y jardín botánico (donde efectivamente era la sede del museo). Ante mi sorpresa (la ignorancia es atrevida) nos llevó luego al Campo de Pesquisa, por lo cual atravesamos por unas barriadas muy pobres. Del Campo de Pesquisas regresamos al zoológico, que incluía un jardín botánico, un acuario y el museo temporalmente cerrado por reparaciones. Allí vimos especies amazónicas (tapires, jaguares, boas, yakarés o caimanes, peces, tortugas, etc.). Entre los animales que más me llamaron la atención destacan el manatí (pues nunca había visto esta especie), la siempre fea tortuga mata-mata (que había visto en el zoológico de Barcelona, España, en 1981) y los picures que deambulaban libremente por los jardines.


Luego fuimos a una Casa de la Cultura donde había una exposición de orquídeas. Esta casa era un antiguo Palacio o casa del esplendor del caucho. Belem es una ciudad de casi dos millones de habitantes, fundada en 1616, calurosa y húmeda, aunque no tanto como Manaus. Hay casas muy vistosas de finales del siglo XIX y principios del XX, son los palacios de los barones del caucho, como en Manaus.
Cenamos en el hotel y a la mañana siguiente, domingo 13 de junio (Día de San Antonio), salimos para la Isla de Marajó. Navegamos en una embarcación de dos pisos, semejante a una chalana o ferry. El recorrido duró unas tres horas y media, aproximadamente.


El Amazonas es un gran río. Parece que uno estuviera en el mar, realmente, excepto por las islas y manglares que de tanto en tanto se ven. Recuerda mucho el Delta del Orinoco, aunque por supuesto el Amazonas es mucho más amplio. Disfruté considerablemente este viaje hasta la Isla de Marajó. En la isla vivió entre 300 y 1400 dC un pueblo que fabricaba cerámicas polícromas muy caracterizadas. Se le conoce como Civilización marajoará y es uno de los más importantes grupos precolombinos de las tierras bajas de América del Sur. Sin embargo, ya habían desaparecido o transfigurado cuando llegaron los conquistadores ibero-lusitanos.
La Isla incluye zonas muy húmedas que recuerdan los alrededores de Tucupita (estado delta Amacuro) y sabanas amazónicas (como en el norte del estado Bolívar y nor-oeste del estado Amazonas). Incluso algunas casas de barro me recordaban las casas del municipio Cedeño del estado Bolívar, en los alrededores de Caicara del Orinoco, que con tanta emoción y devoción por aquellos mundos conocí en marzo de 1975.


En la Isla de Marajó nos alojamos en la Pousada dos Guarás (garzas rojas). Es un hotel muy hermoso frente a la playa del Amazonas: cabañas en medio de un campo de grama con palmeras amazónicas y cocoteros. El agua del río es ligeramente salobre (lo es más en verano). La marea sube y baja cada seis horas. Hay muchos zamuros, por que en las playas del Amazonas se encuentran restos de pescados en gran cantidad. Unos son restos dejados por pescadores, otros cadáveres de peces marinos que se quedan atrapados en la entrada del invierno al bajar una mayor cantidad de agua dulce.
En el hotel había un garzón soldado, ya viejo y algo deforme; unos loros verdes y uno amarillos; y un tucán muy atrevido que iba a las mesas a comer de los platos de los huéspedes. Incluso metía el largo pico en los vasos. Al principio era muy simpático, pero luego se tornaba fastidioso soportar los caprichos del pajarraco.
El evento comenzó el domingo 13 de junio por la tarde. En el evento había personas de 14 países: sudamericanos: Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, Uruguay y Venezuela; europeos: Bélgica, España, Francia, Portugal y Suiza.
El martes por la tarde fui a Salvaterra, que es una de las ciudades de la Isla de Marajó. Es un bello pequeño pueblo de costa, caluroso, con aire macondiano. Paseé por sus amplias calles, esperando que fueran las tres de la tarde para que abrieran la farmacia. Me acerqué al muelle y hacia Soure (la ciudad más grande de Marajó). Estando en el muelle se me acercó un niño de 13 años que pedía dinero para reparar su bicicleta. Se quedó conmigo un buen rato. Después me fui caminando al hotel y me recogió un chofer de apoyo al evento.


El miércoles fui con todo el grupo a Cachoeira do Ariri, una ciudad o pueblo que dista como hora y media, por carretera de tierra, de Salvaterra. Hay que tomar una chalana para atravesar un río. La gente se baja entonces del ómnibus y éste se mete de retroceso para salir luego de frente. Llovía mucho esa tarde. El paisaje era muy parecido a las sabanas amazónicas y a los bajos llanos de Venezuela. Hay mucho ganado bufalino. En Cachoeira do Ariri visitamos el Museo Marajoará, un museo de costumbres de Marajó que hizo Giovanni Gallo (1927-2003), un sacerdote italiano que fue párroco de Cachoeira durante muchos años. El museo es muy simpático. Hay tabiques con pestañas de madera con preguntas, al levantarse se lee el texto con la respuesta; así como ruedas que al girarse muestran diversos textos y fotos. El museo tiene piezas precolombinas de la cultura marajoará, coloniales, imperiales y republicanas; animales disecados que causaron sorpresa en Marajó (como un becerro con dos cabezas y dos corazones, estos últimos conservados en formol) y el feto de un becerro momificado en el vientre de la vaca (becerros muertos en el vientre donde se momifican, pues la vaca no llega a expulsarlos aunque queda luego estéril). También hay fotos de un dentista paulista que fue comido por una enorme boa y de un hombre de Marajó que cayó al río y fue devorado (la cara, el cuello y parte del pecho) por los caribes o pirañas. Hay imágenes religiosas, objetos de la vida cotidiana, muñecos, etc. El museo está hecho con un criterio de valoración positiva de la cultura marajoará y de los habitantes de la región (indios, negros, mulatos, blancos, campesinos, etc.).


El jueves en la mañana había un minicurso de modelaje y simulación ambiental, más orientado a geógrafos, biólogos y ecólogos. Esto me permitió escaparme del evento para ir a Soure. Disfruté mucho allí. Es un pueblo muy pintoresco. Compré algunos recuerditos. Visité un taller de cerámica, que reproduce objetos de la antigua cultura marajoará y otros diseños novedosos. Logran un efecto de cerámica vidriada con un polvillo blanco frotado con diente de báquiro. El artista y dueño del taller se llama Carlos Amaral. Allí lo ayudan varias personas y su esposa, que es la encargada de atender a los visitantes. Compré varios recuerdos, entre ellos una máscara de búfalo. Visité una iglesia, sede de una Prelatura, cuyo primer prelado fue un fraile español, que se retiró en 1964. En esa iglesia vi la imagen de la Virgen de las Cabezas (que es una Virgen con el Niño Jesús cargado y una cabeza en la otra mano, sobre un grupo de ángeles). Soure está separada de Salvaterra por un brazo del río. Hay que tomar una lancha (barquinho) o una chalana (balsa) para ir allá.


El jueves por la noche volví a Salvaterra caminando por la playa, que es una experiencia muy hermosa y fácil de hacer, entre otras razones, por la seguridad que hay allí en la Isla. En el camino de ida me encontré con unos chicos españoles que participaban en el evento y estaban residenciados en una posada en Salvaterra y conversamos largo rato.


Varias veces me bañé en la playa del Amazonas, más cerca de Salvaterra que en la playa del hotel. Así pude conversar en mi portuñol (mezcla de portugués y español) con pescadores y vecinos del pueblo.


El viernes concluyó el evento y regresamos a Belem do Pará por la tarde, en medio de una gran lluvia que dotaba de belleza especial al Amazonas y que me hizo recordar una tormenta similar en agosto de 1976 en el Orinoco, entre Caicara del Orinoco y Cabruta, que obligó a la chalana donde viajábamos mi papá y a mi hermano Raúl a orillarse mientras pasaba aquel chubasco. Mi corazón ficaba (quedaba) en la Isla de Marajó. El sábado me dediqué a recorrer la ciudad de Belem. Visité de nuevo el mercado de Vero Peso, el museo del Cirio dedicado al culto a Nuestra Señora de Nazaré (Patrona de la Ciudad), el cual cumplió 200 años en 2001. Visité también el museo Sacro, que está en al sede de lo que fue un convento jesuita, expropiado en 1759 tras la expulsión de la Compañía de Jesús de los dominios portugueses. Tiene hermosas imágenes. Me gustaron en especial las del Niño Jesús, las de san Antonio y las de santa Ana (particularmente, las de santa Ana Maestra, quizá porque me recordaban la hermosa estatua de tanta significación familiar de la Abuela del Niño Jesús enseñando a su hija a leer que está en el Altar Mayor de la capilla de María Auxiliadora de Güiripa).

Visité la Casa del Gobernador, construida en la segunda mitad del siglo XVIII, y que es un hermoso palacio ligeramente reconstruido entre finales del siglo XIX y principios del XX (durante la época del caucho), por lo que tiene hermosos vitrales art decó. Fui también a la Catedral de Nuestra Señora de Belén, que es el título de la ciudad. Una imponente iglesia con su coro junto al altar. En una plaza frente a la Catedral hay una hermosa estatua del primer obispo de Belem, con mitra, capa pluvial y báculo (de excelentes detalles), erigido a finales del siglo XIX cuando el esplendor de la borracha o caucho. Además caminé por la ciudad vieja, llena de hermosos edificios –muchos de ellos recubiertos de azulejos- de la época del caucho. Fui, finalmente, a la Plaza de la República, con sus glorietas o cenadores y estatuas.


Belem es una ciudad muy hermosa. Tuvo momentos de esplendor en la colonia y durante la época de la explotación del caucho; pero que ahora parecería vivir una nueva época de bonanza económica. Me gustaría mucho volver a esta ciudad y recorrerla con menos prisa. Como en Marajó, también mi corazón se queda en Belem.
El viaje concluyó con un largo vuelo de Belem a Río de Janeiro, de allí a São Paulo, con una prolongada escala en esta ciudad, la más grande de América del Sur (18.000.000 de habitantes) y segunda de todo el continente después de Ciudad de México. Era invierno en el hemisferio sur y hacía cerca de 14 grados. De São Paulo a Bogotá y de Bogotá a Maiquetía, adonde no llegaron esa noche mis maletas. Parece que las habían mandado directamente de São Paulo. Violentaron el candado de una de ellas (comprada en Ecuador en 1998) y me robaron 2 kilos, entre chocolates brasileños y algunos regalitos más.


En Belem como en Marajó y todo Brasil se celebraban las fiestas juninas (que incluyen las festividades de San Antonio el día 13, San Juan el día 24 y San Pedro el día 29), más el solsticio hiemal. En Belem había diversos actos, entre ellos cuadrillas del Buey, un baile folclórico parecido a la Burriquita de Venezuela.
Brasil es un país megadiverso no sólo en lo biológico, sino también en lo social, cultural y gastronómico. En Marajó y Belem comí mucha tapioca (almidón de yuca) con leche y en forma de casabe relleno de coco rallado, farofa (mañoco o fariña con diversos ingredientes), copuazú, açaí y otras frutas amazónicas todas muy apetitosas. Estaba de moda el jugo de acerola, rico en vitamina c. En Marajó se comían muchos productos bufalinos (leche, quesos y carne). La carne de búfalo me pareció un poco dura, aunque según se dice tiene menos colesterol que la del ganado vacuno por su mayor cantidad de fibra. En Pará se usa mucho el coco para preparar tanto dulces como platillos salados (por ejemplo, pescados en coco). En Belem se toma mucha agua de coco, que venden por las calles.


En Pará, sin embargo, aunque se advierte el legado indígena (en nombres, historia, usos, costumbres, fenotipos, etc.) no se percibe presencia indígena inmediata. Es el resultado de tantos siglos de colonización y transfiguración étnica. Sentí a los brasileños entusiasmados y contentos frente al futuro, en contraste con el sentimiento de cansancio y hastío de los venezolanos.

Horacio Biord Castillo, Venezuela

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